Perversidad (Scarlet Street, 1945) de Fritz Lang.



Christopher Cross (Edward G. Robinson) es un envejecido cajero de banca que lleva una infeliz vida junto a su mujer. Pintar cuadros es la única actividad que consigue evadirle de su triste existencia. Una noche, tras una cena de empresa, se topa con la atractiva Kitty (Joan Bennett), de la que se enamorará perdidamente. Ésta y su violento novio Johnny (Dan Duryea), trazarán un plan con el objetivo de sonsacarle dinero.


Genial obra maestra de Lang, un intenso y pesadillesco ejercicio de cine negro que constituye el mayor logro de su etapa norteamericana y, en opinión de quien suscribe estas líneas, la película más compleja y conseguida de la brillante filmografía del director de origen austríaco.

Perversidad debe ser considerada como un remake del filme La golfa (La Chienne, 1931) de Jean Renoir, más que una nueva adaptación de la novela de Georges de La Fouchardière.

Es importante señalar que se trata de una especie de prolongación de La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944), película filmada con anterioridad por el cineasta con la que, además de compartir a sus tres protagonistas principales en roles que no difieren mucho, comparte también una posible lectura onírica, aunque esta nunca se explicite en la cinta que ahora nos ocupa (algo que sí ocurría en la anterior), lo que otorga una mayor ambigüedad y riqueza al relato.


Con una puesta en escena sombría y opresiva, magistralmente captada por la fotografía en blanco y negro de Milton Krasner, la película indaga en el progresivo y fatalista proceso de deterioro de identidad que afecta al personaje de Robinson, completamente sumiso ante el arrebatador poderío sexual de la Femme fatale que lo conduce hasta el infierno terrenal.

Es loable el sutil juego de dobles y superposiciones identitarias que Lang orquesta a lo largo de todo el filme, así como el sarcasmo y sentido paradójico (crudelísimo en ocasiones) inherente a algunas escenas.

El trío protagonista está perfecto en la composición de unos personajes repletos de matices, destacando el enorme calado psicológico que Edward G. Robinson otorga al suyo, en la que probablemente sea la mejor interpretación de su carrera.


Scarlet Street es una de las películas que de forma más perversa y patética retrata las miserias de la condición humana. Una obra indispensable en la historia del cine.

El discurso del Rey (The King´s Speech, 2010) de Tom Hooper.

El duque de York (Colin Firth), que acabará convirtiéndose en Jorge VI, sufre tartamudez desde que era niño. Tras recurrir a multitud de especialistas con el objetivo de corregir su defecto, dará con un logopeda llamado Lionel Logue (Geoffrey Rush), cuyos métodos poco ortodoxos tratarán de poner fin a su problema.


El director Tom Hooper, al que se conoce fundamentalmente por sus producciones históricas para la televisión (Elizabeth I, John Adams), lleva a la pantalla esta historia de esfuerzo y autosuperación basada en la figura de Jorge VI del Reino Unido, monarca que accedió al trono tras la abdicación de su hermano Eduardo VIII en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.

The King´s Speech es una película tan correcta y académica en su forma como anodina y tibia en su fondo, y es que nada sobresale verdaderamente en un filme en el que lo más destacado es la interpretación de su protagonista principal, un Colin Firth que sale airoso en la caracterización de su agradecido personaje.


El guión tiende a ser simplón, escaso en la definición de caracteres y previsible en su desarrollo. Los diálogos adolecen de chispa y falta de ingenio, abundando una sobriedad discursiva que acaba cayendo en la sosería (incluyendo inevitables y manidas referencias a Shakespeare, faltaría más).

Se comete el error de no profundizar en el contexto histórico-político en el que transcurre, pasándose por él de puntillas, a pesar de que es precisamente ese clima de inestabilidad internacional el que debería otorgar al relato su verdadera dimensión épica y dramática.

La reconstrucción de época es menor, aunque la textura de grises y pardos que predomina en la imagen se corresponde de forma adecuada con la visión que a día de hoy tenemos de las fotos antiguas.


El conjunto posee un aire teatral que le resta dinamismo. No obstante, su grata limpieza narrativa favorece la comprensión de los hechos y situaciones que se exponen.

Se hubiese agradecido una mayor comicidad entre Firth y Rush, así como algo más de empaque emocional en la relación de amistad que surge entre ambos, excesivamente fría y profesional.

A pesar de lo comentado, la cinta se ve con agrado, resultando incluso ciertamente disfrutable si no nos la tomamos demasiado en serio.

La noche del demonio (Night of the Demon, 1957) de Jacques Tourneur.


El prestigioso psicólogo norteamericano John Holden (Dana Andrews), viaja hasta Londres para participar en una convención dedicada a lo sobrenatural. A su llegada se entera de la extraña e inesperada muerte del Profesor Harrington (Maurice Denham), que andaba investigando al Dr. Karswell (Niall MacGinnis) y a su secta satánica. Con la ayuda de la sobrina del fallecido (Joanna Harrington), Holden tratará de desenmascarar las actividades de la misteriosa organización, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida.


Jacques Tourneur, autor de clásicos imprescindibles como La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) o Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), firma aquí una magistral cinta de terror psicólogico con la que se introduce en el ámbito del esoterismo y la demonología, constituyendo un título clave por su influencia en posteriores obras que tratan este mismo tema.

El cineasta franco-estadounidense vuelve a poner de manifiesto su insuperable maestría a la hora de plasmar sutiles atmósferas amenazadoras, que elevan el sentido del suspense a cotas altísimas, valiéndose para ello de una puesta en escena caracterizada por inquietantes juegos de luces y sombras.


La película adapta el relato Casting the Runes (El maleficio de las runas), de M. R. James, y lo hace mediante un estupendo guión de Charles Bennett y Hal E. Chester, que profundiza en el enfrentamiento que se produce entre el escepticismo científico y las creencias supersticiosas, personificados en el Dr. Holden y el Dr. Karswell respectivamente.

Tanto Dana Andrews, que interpreta al incrédulo doctor, como Niall MacGinnis, que hace lo propio con el enigmático brujo, se muestran convincentes en la caracterización de sus personajes.


Demonios que emergen de la oscuridad con crueles intenciones, sesiones de espiritismo, sombríos pasillos amenazantes, extrañas luces que persiguen a través del denso bosque, vendavales que surgen de repente, gatos que se convierten en verdaderas fieras… todo ello forma parte de Night of the Demon, un filme que, si bien ya no provoca el mismo terror que en el momento de su estreno, sigue manteniendo intacta su capacidad para incomodarnos si disfrutamos de su visionado durante las horas de la noche.

Al rojo vivo (White Heat, 1949) de Raoul Walsh.

Tras asaltar un tren correo y asesinar a cuatro personas, Cody Jarrett (James Cagney) y su banda se ocultan durante un tiempo en una cabaña situada en las montañas. No obstante, para evitar la cámara de gas, puesto que la policía anda tras su pista, Cody decide autoinculparse de un delito menor a modo de coartada y se entrega. Sabedores de que Jarrett fue quien realmente ideó el robo al tren, los agentes infiltran en prisión a uno de los suyos (Edmond O´Brien) para que se haga amigo del susodicho delincuente y le saque información.


White Heat es una de las indiscutibles obras maestras del gran Raoul Walsh, un impresionante e intenso ejercicio de cine negro que cuenta con la que probablemente sea la mejor interpretación de esa fiera de la pantalla que era James Cagney. Su Cody Jarrett constituye uno de los caracteres más complejos que ha dado el cine clásico norteamericano; un tipo de incontrolable personalidad psicótica que sufre fuertes dolores de cabeza y que siente total y absoluta devoción por la figura de su madre. Su padre y hermano murieron en un psiquiátrico, por lo que la sombra de la locura planea sobre él constantemente. Es por ello que su sobreprotectora progenitora lo mima y cuida hasta el último detalle.


La película, que posee una violencia inusitada para la época, está narrada con pulso vigoroso y enérgico por parte de Walsh, que vuelve a poner en práctica su habitual economía narrativa no dando lugar a ningún momento de respiro.

El contraste de luces y sombras de la brillante fotografía en blanco y negro de Sid Hickox, acentúa el carácter sombrío y opresivo de determinados pasajes del relato. Walsh también hace uso de algunos elementos meteorológicos como el viento embravecido para enfatizar el estado de convulsión en el que se encuentra la psique del protagonista.

Margaret Wycherly, Virginia Mayo y el siempre efectivo Edmond O´Brien, secundan de forma notable el colosal trabajo de un Cagney desatado.


Secuencias como la crisis que sufre Jarrett tras conocer la muerte de su madre, que da lugar a un violento y escalofriante episodio de locura en el comedor de la cárcel, o el final (¡qué finales los que filmaba Walsh!) que se desarrolla en lo alto de una central química, son un claro ejemplo del talento interpretativo de Cagney y de la maestría en la dirección del cineasta neoyorquino. Y es que el filme que nos ocupa elevó a ambos, al igual que al personaje de Cody, ¡a la cima del mundo!

La red social (The Social Network, 2010) de David Fincher.

El filme narra los orígenes de Facebook, así como el litigio judicial surgido entre sus dos principales artífices, Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) y Eduardo Saverin (Andrew Garfield).


Tras filmar la decepcionante El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), el cineasta estadounidense David Fincher se embarca en el oportunismo para adaptar la novela de Ben Mezrich sobre el nacimiento de la red social más importante del mundo.

El resultado es una hueca, artificiosa, impersonal y sobrevaloradísima película que se sitúa muy por debajo de sus trabajos más logrados; aquellos retorcidos juegos impregnados de atmósferas turbias y desasosegantes que lo convirtieron en uno de los directores más interesantes del Hollywood reciente.


El pretencioso y plúmbeo guión de Aaron Sorkin (sus intentos por parecer inteligente escena tras escena resultan patéticos), fracasa tanto en la descripción de personajes como en la plasmación convincente del vínculo emocional/circunstancial que los liga. Valiéndose de una estructura narrativa supuestamente original (lo sería si el cine se hubiese inventado hace diez años) y de un discurso más o menos florido para ocultar las deficiencias de una historia de escasas dimensiones dramáticas.

La cinta, que bien podría encuadrarse dentro del subgénero de drama judicial, mantiene un ritmo buscadamente vertiginoso con el objetivo de camuflar el paupérrimo interés que desprende lo que se nos está contando. Y es que lejos de ser el estudio sociológico que pretende, el filme se reduce a una mera sucesión de secuencias de pleito judicial, entre las que se intercalan flashbacks en los que unos “niños” de papá y mamá acuden a fiestas universitarias y, de tanto en tanto, se sientan frente a sus ordenadores para demostrar al mundo lo listos que son.


Temas como la lealtad, la ambición o el deterioro que produce en las relaciones sociales/afectivas la detentación del poder cuando hay intereses de por medio, son tratados sin profundizar y ateniéndose a clichés muy manidos.

Los actores, por su parte, se limitan a cumplir correctamente con su cometido sin que haya ninguna interpretación verdaderamente destacable.

The Social Network es tan fría, insustancial, superficial y vacía como el mundo Facebook, y probablemente esa sea la razón del éxito de ambos.

El hombre invisible (The Invisible Man, 1933) de James Whale.


Jack Griffin (Claude Rains) es un científico que ha dado con la fórmula que le permite hacerse invisible. Sin embargo, aún no ha descubierto el antídoto que le haga salir de una invisibilidad que progresivamente le está trastornando la mente.


En medio de una fuerte tormenta de viento y nieve, un extraño tipo ataviado con abrigo, sombrero y gafas de sol, cuyo rostro aparece cubierto por unas vendas, entra en una taberna de pueblo en la que los clientes se divierten con música y alcohol. Con su entrada el ruido se torna en inquietante silencio. Los allí presentes lo contemplan estupefactos. El recién llegado pide una habitación en la que hospedarse…

Así comienza la que todavía sigue siendo la mejor adaptación cinematográfica del clásico de H. G. Wells. Una de las cintas indispensables salidas de los estudios Universal durante la década de los treinta, en la que se reflexiona acerca de temas como los límites que no debe sobrepasar la ciencia o la alienación del individuo.


Se trata de una historia simple en la que un mad doctor con ataques megalómanos causará el pánico entre sus conciudadanos valiéndose de su invisibilidad.

La descripción de personajes no va más allá de un par de pinceladas que los sitúa entre el estereotipo y la caricatura. Tampoco los lazos emocionales que los vinculan se muestran convincentes. Y es que lo que eleva la película a la categoría de clásico del fantástico, es la capacidad de Whale a la hora de plasmar atmósferas y escenarios propios del género.

Narrado de un modo conciso, el filme aparece salpicado de numerosas dosis del humor negro típico de su autor; un auténtico maestro conjugando comedia y terror.

La película no funcionaría sin un protagonista adecuado, y en ese sentido sólo cabe alabar la interpretación de Claude Rains, cuya impresionante voz (imprescindible visionar la cinta en su versión original) resulta esencial para dotar de presencia a un personaje al que en muchas ocasiones no vemos, y del que sólo atisbamos su rostro justo antes de que aparezcan los créditos finales.


Mención aparte merecen los extraordinarios efectos especiales, tan sumamente conseguidos que siguen sin chirriar a día de hoy, lo cual es todo un logro.

Entretenimiento es la palabra que mejor define a esta a veces infravalorada obra, que sin llegar a las cotas de maestría y genialidad de otros trabajos de su director, sigue resultando excelente.

Un apunte para terminar. El personaje de flora, la prometida de Jack, está protagonizado por Gloria Stuart, actriz que décadas más tarde se haría famosa interpretando a la anciana de la superproducción Titanic (ídem, 1997) de James Cameron.


Crisantemos tardíos (Bangiku, 1954) de Mikio Naruse.


O-Kin (Haruko Sugimura) es una antigua geisha convertida ahora en prestamista que vive junto a su criada sordomuda. Cada día recorre las calles del Tokio de posguerra con el objetivo de recaudar el dinero que sus clientes le adeudan. Entre esa clientela se encuentran Tamae (Chikako Hosokawa) y O-Tomi (Yûko Mochizuki), dos viejas amigas que en su juventud también fueron geishas, y con las que mantiene una relación no demasiado buena.


Naruse compone una nueva oda a la desdicha femenina en esta hermosa y triste película cuya historia gravita en torno a la desilusión y el desencanto vital.

El filme adapta tres relatos cortos de la escritora Fumiko Hayashi, y supone uno de los trabajos imprescindibles del maestro nipón. Autor al que se le sigue sin conceder la categoría que realmente merece, a pesar de que sus logros cinematográficos resultan indiscutibles, siendo tan dignos de admiración como los de de sus compatriotas más célebres.


De forma amarga y serena, Naruse profundiza en el alma de unos personajes desheredados del presente que encuentran alivio al invocar sentimientos y situaciones que pertenecen a un pasado ya demasiado lejano. La ilusión y la esperanza se tornan pasajeras en una realidad que no otorga prórrogas a ese efímero estado de felicidad que una vez se conoció, y que desde entonces sólo puede ser recordado.

O-Kin es envidiada por su solvente situación económica, la que ha alcanzado al obviar los escrúpulos y los nada rentables lazos emocionales. Sin embargo está sola, a ella sólo acuden en busca de dinero, ya no importa a nadie. Sus intentos por parecer más guapa frente al espejo, por intentar recuperar la belleza que el tiempo le ha arrebatado ante la visita de un antiguo amante, no son más que el reflejo de su insatisfacción interior, la que (como muchos otros) oculta bajo una apariencia acomodada.


Tamae y O-Tomi, por su parte, comparten vivienda y problemas con sus respectivos hijos, que se visten y comportan a la occidental; o lo que es lo mismo, manteniendo una actitud egoísta que para nada tiene en cuenta la opinión de sus progenitores. De ahí que ambas acaben enjugando sus penas con el sake que les hace recordar lo hermosas que un día que fueron, los pretendientes que por entonces las desearon, lo que, en definitiva, pudo ser y no fue.

Todo ello nos es narrado a través de la perspectiva calma y sosegada de su autor, quizá el mayor de los neorrealistas sin la necesidad de ser italiano.


Es la historia de tres mujeres que no se sacrifican de forma abnegada como ocurriría en el cine de Mizoguchi, ni aceptan con resignación estoica lo que les acontece tal y como sucedería en Ozu. En Naruse sus protagonistas femeninas no suelen rendirse, tan sólo tratan de luchar para seguir hacia delante.

Clásicos del western: Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948) de William A. Wellman.


Tras atracar un banco, James Dawson (Gregory Peck) y su banda de forajidos se adentran en un desierto de sal huyendo del ejército. Allí encontrarán una ciudad fantasma en la que sólo habitan una joven (Anne Baxter) y su abuelo.


Memorable western del infravalorado y casi siempre notable Wellman, que logra aquí una de sus películas más conseguidas.

El filme adapta una historia de W. R. Burnett, coincidiendo en su premisa (huida a través del desierto tras un robo) con otro western del mismo año; Los tres padrinos (The Three Godfathers) de John Ford.

El director demuestra, una vez más, su maestría a la hora de convertir el espacio físico en el que se desarrollan sus películas en protagonista fundamental de la trama. Siendo ese árido e infinito desierto que tan sabiamente recogen sus encuadres, el lugar en el que asistimos al enfrentamiento de caracteres y puntos de vista que se da entre los distintos miembros de la banda, que parecen consumirse por el viento, el polvo y el sol abrasador.


Las disputas aumentarán con la llegada a la ciudad muerta, al descubrirse el filón de oro que explotan una embravecida Anne Baxter y su alocado pariente.

Uno de los principales logros de la cinta, es que en la misma no nos encontramos con casi ningún personaje plano. Sino que en función de la importancia de cada uno dentro del relato, todos poseen una cierta profundidad que los hace más creíbles y humanos.

La película se beneficia de una extraordinaria fotografía en blanco y negro en la que se acentúan los contrastes entre luces y sombras, dando lugar a atmósferas sombrías y fantasmagóricas.

El reparto es otro de sus puntos fuertes, resultando estupendas las interpretaciones de Peck, Baxter y Widmark. Este último lo bordaba siempre que hacía de malo.


Muchas son las secuencias que se quedan grabadas en la retina del espectador tras finalizar su visionado. Pero la más brillante de todas es la del tiroteo final en el saloon, donde Wellman sienta cátedra demostrando cómo debe hacerse uso del fuera de campo. Sencillamente admirable.

Cinco obras esenciales de Josef von Sternberg (1894-1969).




- El ángel azul (Der blaue Engel, 1930).
Sternberg consiguió una de las primeras obras maestras del sonoro con esta película impregnada de atroz fatalismo y cargada de simbolismo. Supuso además el descubrimiento de la Dietrich, a la que el director austríaco iría moldeando cual Pigmalión hasta convertirla en una de las presencias femeninas más fascinantes de la historia del séptimo arte.



- Marruecos (Morocco, 1930).
Drama romántico ambientado en una exótica ciudad marroquí que cuenta con un reparto de lujo (Dietrich, Cooper, Menjou…) que da vida a unos personajes que dicen mucho menos de lo que realmente sienten. Inolvidable.



- El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932).
Una verdadera joya cuyo metraje transcurre mayormente en el interior de un tren que realiza el trayecto Pekín-Shanghai. Personajes de todo tipo, condición y nacionalidad dirimirán sus disputas en un recorrido cargado de tensión. La Dietrich interpreta aquí a la sensual y misteriosa “Shanghai Lily”, a la que Sternberg encuadra e ilumina de manera majestuosa.



- Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934).
La culminación de las pretensiones estilísticas de un director único. Filme de barroca y delirante puesta en escena que rompió moldes en el Hollywood de la época por su atrevida concepción visual. La mejor película de su autor. Una obra de arte.



- El diablo es una mujer (The Devil is a Woman, 1935).
Otra gema de la filmografía sternbergniana. Con la Dietrich interpretando a una improbable andaluza que seduce en cada plano y a cada personaje masculino con el que se topa. Ningún amante del cine debería perderse esta bizarra y extraordinaria película.




Corazón de cristal (Herz aus Glas, 1976) de Werner Herzog.

La vida de una pequeña aldea de la Baviera del siglo XVIII, se ve trastocada tras la muerte del maestro cristalero, el único que conocía el secreto para la elaboración del vidrio soplado de color rubí; cuya producción supone la base de la economía local. El perturbado propietario del taller tratará de conseguir nuevamente la fórmula acudiendo a Hias (Josef Bierbichler), un pastor visionario que vive en el bosque.


Extraña, singular y hermosa parábola con la que Herzog indaga en los temores y miedos de las sociedades tradicionales hacia cualquier tipo de cambio que altere la estabilidad de un mundo anquilosado.

Lo realmente interesante del filme, es que su lectura va más allá del contexto concreto al que alude (el paso de la etapa de producción artesanal a la era industrial), pudiendo extrapolarse hacia cualquier otro período de cambios convulsos. De ahí la vigencia de su mensaje.

Poseedora de una estética hipnótica y subyugante, la cinta se convierte en uno de los ejercicios fílmicos más originales y experimentales de la carrera del controvertido cineasta alemán.


Personajes pintorescos, bosques y montañas, el mar, la locura, la obsesión, el asesinato, visiones y profecías… puro romanticismo alemán.

Con influencias pictóricas que van desde Friedrich y Böcklin en la captación de paisajes, hasta los claroscuros tipo Rembrandt que caracterizan a las composiciones de interiores, la película desprende un halo de turbadora ensoñación que se ve reforzado por situaciones cercanas al surrealismo, así como por la teatral interpretación de unos actores que, con la excepción del pastor, realizaron su trabajo sumidos en un trance hipnótico.

La historia se cuece a fuego lento, con un ritmo casi contemplativo que permite degustar con calma la sublime plasticidad de cada plano. Y es que Herzog no tiene prisas a la hora de narrar, por lo que su cine resulta tedioso para un determinado sector del público.


Herz aus Glas es, en conclusión, una de las obras esenciales de un autor que por entonces se encontraba en la cima de su capacidad creativa.


La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) de Fritz Lang.


Richard Wanley (Edward G. Robinson), respetado profesor universitario y padre de familia, se obsesiona con el retrato de una bella mujer (Joan Bennett) que se expone en un escaparate contiguo al club que frecuenta. Una noche, mientras lo contempla admirado, conoce a la chica que aparece pintada, y tras ir a su apartamento, se ve implicado en un truculento crimen.


Fritz Lang filma su particular gabinete del doctor Caligari (película cuya dirección había rechazado años atrás) en este clásico del cine negro de todos los tiempos.

Se trata de un relato de marcado carácter pesadillesco, en el que bajo la ya resobada premisa de tipo común se mete en problemas tras conocer a supuesta mujer fatal, el cineasta austríaco nos introduce en una serie de ambientes sórdidos, sabiamente captados, que sacan a la luz los impulsos más oscuros e inconfesables de la mente humana.

La influencia de este filme se hace evidente en obras como Laura (ídem, 1944) de Otto Preminger, y en algunos de los trabajos más retorcidos y geniales de David Lynch como Carretera perdida (Lost Highway, 1997) o Mulholland Drive (ídem, 2001).


Las turbias y expresionistas atmósferas de noches tormentosas, asfalto mojado y oscuros bosques actúan como medio que atosiga y desespera a unos personajes superados por las circunstancias. Resultando magistralmente recogidas por la fotografía en blanco y negro de Milton Krasner y acentuadas por la partitura de Arthur Lange.

El guión de Nunnally Johnson introduce algunos elementos interesantes en la trama, como el hecho de que el protagonista sea amigo del fiscal que se encarga del caso (interpretado por Raymond Massey), lo que le permite conocer de primera mano los avances de una investigación que irremediablemente conduce hasta él. Sin embargo, redunda en improbabilidades y casualidades poco creíbles que, no obstante, podrían justificarse y encontrar explicación en el giro poco convincente hacia el que vira la película casi al final.


El reparto está excelente, a excepción de un inadecuado Dan Duryea, destacando las composiciones de Robinson y de esa presencia magnética y cargada de sensualidad llamada Joan Bennett. Los tres repetirían poco después, y nuevamente bajo la dirección de Lang, en la todavía mejor Perversidad (Scarlet Street, 1945).

Senso (ídem, 1954) de Luchino Visconti.

Ambientada en la Venecia y Verona de 1866, momento en que se produjo la alianza entre Italia y Prusia contra Austria, la película narra la aventura amorosa que surge entre la condesa Livia Sarpieri (Alida Valli) y el oficial austríaco Franz Mahler (Farley Granger).


Apasionado melodrama de arrebatadora belleza plástica y exquisita escenografía, con el que Visconti deja de lado su etapa neorrealista, abandonando sus planteamientos marxistas para adentrarse en un período de creación más personal en el que, a partir del estudio y desarrollo de una puesta en escena operística, tratará de exorcizar sus propios miedos y temores hacia un mundo del que ya no se siente partícipe.

El filme se inicia con la representación de Il trovatore de Giuseppe Verdi en el teatro La Fenice de Venecia, tragedia amorosa que anticipa el drama que vamos a presenciar a lo largo del metraje. En medio de la función, y ante los ojos de las autoridades austríacas, un grupo de agitadores partidarios de la unificación italiana, lanza papeles con los colores de la que será la bandera del nuevo estado (la tricolor). Uno de esos agitadores es el primo de la condesa, que acabará enzarzándose con el altivo y provocador teniente Mahler, al que reta en duelo. Livia, temerosa de lo que le pueda pasar a su pariente, al que admira profundamente, se cita con el oficial para mediar en la situación. Se trata del primer encuentro con el “homme fatale” que acabará llevándola a la ruina emocional.


Como vemos durante estos primeros minutos que transcurren en el interior del teatro, Visconti ya introduce de forma hábil los puntos clave de la trama: una compleja relación amorosa y un turbulento contexto sociopolítico. Es sólo una muestra de la brillante narrativa de la película, a la que sin duda contribuye la evocadora y melancólica voz en off de la protagonista. Esa voz que rememora con tristeza el pasado perdido, es la que nos conduce a la ensoñadora madrugada en la que se produce el segundo encuentro entre Livia y Franz; un personaje seductor y de pose byroniana ante el que los ridículos intentos de resistencia de la condesa nada podrán hacer. Sus paseos por las angostas y añejas calles de la noche veneciana, permanecen como inolvidables en la retina del espectador. Desde ese momento, Livia irá renunciando a su marido, a sus principios y a su patria como consecuencia de la febril pasión que siente por un hombre que la utiliza en su propio beneficio.


Alida Valli se muestra bellísima en su dolor, mientras que Granger sorprende interpretando a un individuo lleno de matices en un clímax en el que está verdaderamente impresionante.

Todos y cada uno de los elementos que componen Senso, se conjugan a la perfección dando lugar a una indiscutible obra maestra.


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