El evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Matteo, 1964) de Pier Paolo Pasolini.


Narra la vida y obra de Jesús de Nazaret (Enrique Irazoqui) a partir del evangelio de Mateo (año 80 d. C. aproximádamente). 


No deja de resultar paradójico que el filme más bello que jamás se haya realizado sobre la figura de Jesucristo, sea obra de un homosexual ateo de reconocida ideología marxista. En Il Vangelo secondo Matteo encontramos al primer Pasolini, aquel controvertido intelectual y talentoso cineasta que todavía seguía los patrones del neorrealismo y que aún no había amanerado su estilo en pos de un cine más atrevido y personal. 

La película que nos ocupa es sorprendentemente fiel al evangelio de Mateo, trasladando sus pasajes a la pantalla en el mismo orden en el que estos aparecen en el texto bíblico. Básicamente sólo se omiten episodios referidos a curaciones de enfermos y narraciones de parábolas. Es por ello que no comparto la opinión mayoritaria de quienes afirman que el director italiano dotó al relato de una lectura marxista, ya que simplemente se limitó a exponer lo más fidedignamente posible aquello que ya estaba presente en el citado evangelio. Sería más correcto señalar que Pasolini no excluyó, como sí que hicieron otros, determinadas escenas de la vida de Jesús y discursos muy concretos en los que quedaba claro el signo político del libertador de los judíos. De hecho, si el autor de Teorema no hubiese considerado a Cristo un revolucionario de izquierdas, ni siquiera se habría planteado filmar una obra acerca de él.


Al margen de meras consideraciones políticas e ideológicas, que particularmente son las que menos me interesan cuando contemplo un trabajo cinematográfico, la cinta de Pasolini supone el acercamiento más hermoso, sincero y emotivo del cine a ese hombre que nació hace dos milenios con el objetivo de cambiar el mundo.

En términos de puesta en escena, el filme destaca por su carácter extremadamente sencillo, sobrio y telúrico. Parece evidente que Pasolini y su director de fotografía, Tonino Delli Colli, debieron inspirarse en las composiciones de los pintores del Quattrocento italiano, especialmente en los frescos de Piero della Francesca. A lo largo del metraje, el equilibrio entre primeros planos y planos generales es admirable. 

El español Enrique Irazoqui, un estudiante de economía por aquellos años, se situó a la cabeza de un reparto de actores no profesionales que otorgaron a la película una autenticidad y naturalidad pasmosas.


Pasolini envolvió sus poéticas imágenes con piezas musicales de Bach, Mozart, Prokofiev y Webern. También utilizó fragmentos del Gloria de la Misa Luba y el espiritual negro Sometimes I Feel Like a Motherless Child.

Inspiradora, sentida y de una humanidad desbordante. Así es El evangelio según San Mateo, uno de los grandes títulos religiosos de todos los tiempos.

Casa de tolerancia (L´apollonide [Souvenirs de la maison close], 2011) de Bertrand Bonello.


Se narra la rutina diaria de un grupo de jóvenes prostitutas que viven y trabajan en L´apollonide, un selecto burdel del París de finales del siglo XIX. 


El cineasta Bertrand Bonello, una suerte de Fassbinder a la francesa, recibió múltiples halagos durante el pasado Festival de Cannes con motivo del estreno de su última película, la presente L´apollonide. El filme, escrito por el propio director, se entronca perfectamente con la cultura del país galo, ya que en él se pueden advertir desde la pluma de Maupassant hasta las pinceladas de los impresionistas, pasando por el drama romántico de Victor Hugo.

Desde una perspectiva estética y puramente visual, la calidad de la película de Bonello resulta innegable. Su puesta en escena es de una exquisita, refinada y casi susurrada elegancia. La lograda dirección artística, el cuidado vestuario y la excelente fotografía contribuyen a redondear el producto en este apartado. Sin embargo, la cinta no alcanza las cotas de valoración que por su forma hubiese merecido debido a su desarrollo ciertamente anodino y a la pobre descripción de caracteres que ofrece. Se echa en falta más empaque emocional y una mayor profundización en los personajes, en la línea seguida por Kenji Mizoguchi en su último trabajo, La calle de la vergüenza, que también se adentraba en el mundo de la prostitución.


Cinéfilamente hablando, a lo largo de L´apollonide encontramos referencias más o menos claras a filmes como El placer, de Max Ophüls (la camaradería entre las prostitutas y el tratamiento finisecular del relato); El hombre que ríe, de Paul Leni (la meretriz cuya sonrisa es marcada a lo Joker recuerda mucho al personaje de Conrad Veidt); Gritos y susurros, de Ingmar Bergman (ciertos aspectos de la puesta en escena); o Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick (las bacanales con máscaras, las referencias a los sueños y la atmósfera noctámbula del Relato soñado de Arthur Schnitzler).  

Toda la acción transcurre en el interior del burdel (una jaula dorada), a excepción de una secuencia campestre que nos hace pensar en Una partida de campo de Maupassant y en Almuerzo sobre la hierba de Manet. Bonello concibe la prostitución como una forma eufemística y aceptada de esclavitud que se prolonga hasta nuestros días, de ahí la contemporánea escena final que remarca la vigencia de lo contado (innecesaria en mi opinión, puesto que rompe con la homogeneidad formal de la película y no hace sino subrayar una lectura que ya era bastante evidente).


La ecléctica banda sonora combina piezas compuestas por el mismo realizador, obras de Mozart y Puccini, y temas populares como The Right To Love You de The Mighty Hannibal o Nights In White Satin de The Moody Blues.

Sería injusto finalizar el comentario sin hacer alusión a la espléndida labor interpretativa llevada a cabo por parte de todo el reparto femenino. De la mano de este grupo de talentosas actrices conocemos tanto las normas que rigen la vida en el lupanar como las perversiones y parafilias de la alta y decadente sociedad parisina.


Onibaba (ídem, 1964) de Kaneto Shindô.


Japón, siglo XIV. En tiempos de guerra, una anciana (Nobuko Otowa) y su nuera (Jitsuko Yoshimura) sobreviven asesinando a guerreros moribundos a quienes roban todas sus pertenencias para utilizarlas posteriormente como elemento de trueque a cambio de comida. Hachi (Kei Satô), un viejo conocido de ambas, se une a ellas tras huir de los campos de batalla, sintiéndose pronto atraído por la mujer más joven. 


Con Onibaba, magistral alegoría sobre la vileza humana aderezada con elementos propios del género fantástico y de terror, Kaneto Shindô firma una de las grandes obras maestras de la cinematografía nipona de todos los tiempos.

Pese a que la película se ambienta en la época medieval, no resulta complicado establecer ciertos paralelismos con la situación vivida por Japón tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. El caos, la desolación, la ruina moral y la miseria son las mismas; e incluso se alude visualmente a las terribles heridas sufridas por los hibakusha o supervivientes de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Pero es más, si imaginamos un futuro apocalíptico post-atómico, probablemente la existencia en él no diferiría mucho de la que aquí se nos muestra. Onibaba, por tanto, fusiona como jamás lo ha hecho ningún otro filme, los miedos pasados y futuros de un mundo que se encamina hacia el abismo.


Shindô rebaja la condición vital de sus personajes a un estado casi primitivo: los vemos matar, comer, dormir y fornicar como si fuesen simples animales. No queda ni un ápice de moralidad, tan sólo el deseo de satisfacer los instintos más primarios. Magnífico trabajo de los tres actores principales (y casi únicos), especialmente el de Nobuko Otowa.

A partir de la sublime fotografía en blanco y negro de Kiyomi Kuroda, el autor de La isla desnuda crea una atmósfera sudorosa y asfixiante entre altos juncos continuamente mecidos por el viento que apenas dejan transpirar la tensión psicológica y sexual que sacude a los protagonistas.


La obra está plagada de imágenes imborrables y sobrecogedoras, sobre todo aquellas en las que hace acto de presencia una terrorífica máscara demoníaca que provocará más de un sudor frío en la espalda del espectador.

Absolutamente imprescindible.


Fausto (Faust, 2011) de Aleksandr Sokurov.


"El cine no puede aún pretender ser un arte y, aunque aspire a serlo, todavía está lejos. Algunos pueden fabular, inventar historias sobre su muerte; yo considero, por el contrario, que ni siquiera ha nacido. Le falta todo por aprender, especialmente de la pintura, porque la apuesta principal es pictórica. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad, el volumen, nociones que no le conciernen y que incluso revelan impostura: la proyección ocupa siempre una superficie plana, y no pluridimensional. El cine no puede ser sino el arte de lo plano. Este principio me permite, cuando trabajo en una película, permanecer concentrado en uno o dos aspectos, y dedicar a ellos el tiempo necesario". (Aleksandr Sokurov). 

Siglo XIX. El profesor Fausto (Johannes Zeiler), pese a su sapiencia científica, vive atormentado al ser incapaz de encontrarle sentido a la existencia. Un día, al visitar una casa de empeños para conseguir algo de dinero a cambio de un anillo, conoce a un personaje siniestro (Anton Adasinsky) que resulta ser el mismísimo diablo. Éste le ayudará a lograr los favores amorosos de la hermosa y joven Margarita (Isolda Dychauk).


El cineasta ruso Aleksandr Sokurov cierra su irregular tetralogía sobre la corrupción del alma humana en contacto con el poder, con esta libre adaptación del Fausto de Goethe que le valió el León de Oro a la mejor película en el pasado Festival Internacional de Cine de Venecia.

Si en las anteriores Moloch (1999), Taurus (2001) y Solntse (2005) el director indagaba en las complejas personalidades de Hitler, Lenin e Hirohito respectivamente. Ahora aborda por vez primera a un personaje no histórico, el del legendario erudito que vendió su alma al diablo a cambio del conocimiento ilimitado y los placeres terrenales.


Más allá de sus innegables cualidades estéticas, la película de Sokurov, que está rodada de manera íntegra en alemán, no deja de ser un grotesco, tedioso, interminable y narrativamente espeso ejercicio fílmico con las habituales ínfulas pseudo-intelectuales y filosóficas del autor de Madre e hijo. Un capricho prescindible que nada aporta al mito de Fausto, y que palidece si lo comparamos con la obra maestra silente que Murnau firmó en 1926. 

A pesar de su contenido hueco y plomizo, entre bostezo y bostezo el filme nos regala algunos momentos verdaderamente hipnóticos gracias a su deliciosa textura pictórica y al afán experimental de su realizador. Quien, como ya viene siendo usual en su cine, utiliza con frecuencia lentes anamórficas para conseguir imágenes deformes y distorsionadas que enfatizan el carácter irreal y fantástico del relato.


Por otro lado, me gustaría resaltar la meritoria interpretación de Anton Adasinsky como un repulsivo,  amorfo, cínico e innominado Mefistófeles que parece salido del retablo Las tentaciones de san Antonio del pintor alemán Matthias Grünewald. De lo mejor de la cinta, sin duda.

En definitiva, Faust es puro Sokurov. O lo que es lo mismo, un trabajo con más pretensiones que resultados.


El Dr. Jekyll y su hermana Hyde (Dr. Jekyll and Sister Hyde, 1971) de Roy Ward Baker.


“Y si soy el mayor de los pecadores, soy también la mayor de las víctimas”. (Henry Jekyll en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson).


Londres, siglo XIX. El doctor Jekyll (Ralph Bates) anda enfrascado en unos experimentos que le permitan descubrir el elixir de la vida. Para ello utiliza hormonas femeninas que consigue de cadáveres recientes. La fórmula resultante parece exitosa, de no ser por el inconveniente de que lo convierte en una hermosa mujer, la señorita Hyde (Martine Beswick). Pronto se establece una lucha sin cuartel entre las dos personalidades por el control de la una sobre la otra. 


¿Qué se podría obtener si mezclamos la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, las fechorías de los célebres ladrones de cuerpos Burke y Hare, un caso de transexualidad y los truculentos asesinatos de Jack el Destripador? El resultado de tan demencial combinación no es otro que Dr. Jekyll and Sister Hyde, una de las más fascinantes, logradas y extravagantes películas jamás salidas de los míticos estudios Hammer.

A comienzos de la década de los setenta, la productora del martillo había entrado en una fase de decadencia caracterizada por la falta de ideas y el énfasis cada vez mayor que las producciones ponían en los componentes sexuales de sus historias. Pese a ello, en ese contexto encontramos varias cintas que merecen ser resaltadas por méritos propios, como Las manos del destripador (Hands of the Ripper, 1971) de Peter Sasdy, Sangre en la tumba de la momia (Blood from the Mummy's Tomb, 1971) de Seth Holt, Capitán Kronos, cazador de vampiros (Captain Kronos, Vampire Hunter, 1973) de Brian Clemens y, muy especialmente, la obra que ahora nos ocupa; un brillantísimo pastiche que se eleva hasta cotas de calidad y complejidad inesperadas, gracias al original guión de Brian Clemens y a la elegancia y el buen hacer en la dirección de Roy Ward Baker.


Uno de los mayores aciertos del presente filme, es la forma en la que enriquece la ya tradicional reflexión moral de Stevenson acerca de la dualidad del ser humano, con aspectos que se refieren a la identidad sexual del individuo. Aquí Jekyll no sólo debe decidirse entre hacer el bien o hacer el mal, sino que también  se debate entre ser un hombre o ser una mujer. La fórmula hallada libera tanto su conducta como su sexualidad, lo que la hace tremendamente adictiva dada su condición de homosexual reprimido. Transformarse en Hyde supone, por tanto, un mayor acercamiento a su naturaleza primigenia y una sublimación de sus deseos más ocultos.

El director opta por la sugerencia frente a la explicitud, mostrando los asesinatos de Jekyll/Hyde mediante el uso de sombras, el fuera de campo o aprovechando la oscuridad que le proporcionan los rincones de un neblinoso y magníficamente recreado barrio de Whitechapel.

En la elección del reparto se tuvo muy en cuenta que el actor y la actriz protagonistas guardasen cierto parecido físico, puesto que ambos encarnaban a un mismo personaje. La decisión al respecto no pudo ser más adecuada, ya que Ralph Bates está soberbio como el atormentado doctor, mientras que la sensual Martine Beswick (antigua chica Bond) cumple a la perfección su cometido de animal erótico.


La espléndida partitura de David Whitaker y la gran fotografía (muy hammeriana) de Norman Warwick, son otros de los aspectos de la película que merecen ser resaltados.  

De entre las secuencias que conforman esta desbordante fantasía terrorífica, me quedo, sin duda, con la primera conversión de Jekyll (él) en Hyde (ella) frente a un espejo, y la posterior y deleitosa exploración ante el mismo de su nueva fisonomía.

¡Viva Zapata! (ídem, 1952) de Elia Kazan.


México, 1910. El campesino Emiliano Zapata (Marlon Brando), harto de la pobreza y las injusticias que sufre su pueblo, se erige como uno de los líderes de la revolución contra el presidente Porfirio Díaz (Fay Roope). 


Elia Kazan dirige este interesante biopic que nos acerca a la figura del famoso revolucionario mexicano. Filmada en clave de western y visualmente influida por Eisenstein, la película cuenta con un guión del escritor estadounidense John Steinbeck.

La irresoluble contradicción entre la grandeza de las ideas y su mezquina puesta en práctica, la corrupción que se deriva de todo poder o el modo en el que surgen las leyendas son algunos de los temas que se tratan a lo largo del relato que ahora nos ocupa. El guión de Steinbeck destaca por la riqueza de su contenido; sin embargo, se muestra simplista e insuficiente en su recreación de un marco histórico tan complejo como el de la revolución mexicana. De ahí sus desiguales resultados.  


Kazan realiza un trabajo de dirección excelente, dotando a la cinta de un impecable pulso narrativo y ofreciendo un creíble retrato psicológico de los caracteres principales.

El filme no sería el mismo sin la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Joseph MacDonald y la notable partitura de ese gran compositor que era Alex North (Espartaco, Cleopatra, El gran combate…).

La obra cuenta con un estupendo reparto encabezado por un Brando convincente, a pesar de su, en principio, inadecuado físico para encarnar a un mexicano (los rasgos de su caracterización lo acercan más a un chino). A la misma altura se sitúa la interpretación de Anthony Quinn como Eufemio, el fiel y alcoholizado hermano de Zapata. También es digna de mención la labor desempeñada por Joseph Wiseman (atención a la evolución psicológica de su personaje).


Un buen trabajo, en definitiva, este ¡Viva Zapata! de Kazan. Sobre todo desde la perspectiva de su puesta en escena. Muy recomendable.

El desvío (Detour, 1945) de Edgar G. Ulmer.


Al Roberts (Tom Neal) es un pianista neoyorquino de tres al cuarto que decide atravesar el país haciendo autoestop para llegar a Los Ángeles, ciudad en la que espera reunirse con su novia Sue (Claudia Drake), quien se desplazó hasta allí para probar suerte en Hollywood. Lo que Roberts no puede imaginar, es que su periplo se verá envuelto en una serie de problemáticos acontecimientos que acabarán arrastrándolo a una situación límite.


En los últimos tiempos y gracias a la distribución de sus películas en formato DVD, se está produciendo una creciente y merecida revisión/reivindicación de la obra del cineasta austro-húngaro Edgar G. Ulmer, autor de formación expresionista (re)conocido esencialmente por sacar un partido extraordinario a producciones de presupuesto irrisorio. Dentro de su filmografía encontramos, además de la cinta que ahora nos ocupa y que constituye el mejor de todos sus trabajos, filmes tan interesantes como Satanás (The Black Cat, 1934), Barba Azul (Bluebeard, 1944) o La extraña mujer (The Strange Woman, 1946).

Detour es una auténtica joya noir a la que el paso del tiempo ha terminado por otorgarle el estatus de Cult Movie en el ámbito de la Serie B. Su influencia posterior resulta innegable hasta en realizadores de la talla de David Lynch, cuya obra maestra Carretera perdida (Lost Highway, 1997) bebe de esta modesta película.


El filme, que reflexiona acerca de los insondables caprichos y fatalidades del destino, posee un descarado, descreído y barato guión repleto de inolvidables frases sentenciosas del tipo: “El dinero, ya saben lo que es, eso de lo que nunca tienes suficiente. Unos papelitos verdes con la cara de George Washington por los que los hombres se hacen esclavos, cometen crímenes y mueren. El dinero ha traído más problemas al mundo que nada de lo que hayamos podido inventar jamás”. En él, además, encontramos todos y cada uno de los elementos que definen al género negro: el protagonista escéptico y algo pardillo, la mujer fatal (una arpía en este caso), la voz en off, el flashback, el asesinato, los ambientes turbios y sórdidos, etc.


En cualquier caso, lo que realmente ha convertido a Detour en un clásico innovador de obligado visionado, es el carácter ambiguo y poco fiable (muy lynchiano) de la historia que nos relata el personaje principal desde la barra de un bar de carretera. Una historia tan desconcertante y llena de inverosimilitudes, que parece salida de una mente desquiciada. ¿Está mintiendo Al Roberts para justificar lo que ha hecho o dice la verdad? Que cada espectador decida. Aunque también es posible que no haga ni una cosa ni la otra, sino que al igual que el Fred Madison de Lost Highway, con el que Roberts comparte profesión, simplemente recuerde las cosas a su manera y no necesariamente tal y como sucedieron.

Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) de Paul Schrader.


Como cada noche, John LeTour (Willem Dafoe), camello de lujo y ex drogadicto que trabaja para su amiga Ann (Susan Sarandon), sale a realizar entregas para sus diversos clientes. Durante una de esas jornadas, se topa por casualidad con Marianne (Dana Delany), quien fue su pareja y compañera de vicios tiempo atrás.


Esta excepcional y prácticamente olvidada película, constituye el mejor trabajo de Paul Schrader, cineasta infravalorado cuya filmografía merece una revisión urgente. A veces me pregunto cómo habría cambiado la carrera de este realizador, desconocido para la gran mayoría del público, si hubiera dirigido él mismo el soberbio guión que escribió para Taxi driver. Nunca lo sabremos.

En Light Sleeper, el autor de Aflicción volvía a exponer algunos de los planteamientos argumentales y temáticos ya aparecidos en el citado filme de Scorsese, con el que la obra que ahora nos ocupa guarda más de un paralelismo: tanto John LeTour como Travis Bickle trabajan de noche, desplazándose en ambos casos en automóvil; los dos tienen dificultades para conciliar el sueño, por lo que pasan horas y horas reflexionando (comiéndose el coco) en la soledad de sus apartamentos; sus relaciones con el sexo opuesto acaban por acarrearles problemas; uno y otro deciden comprar un arma  para hacer justicia por su cuenta…


Partiendo de una sobria puesta en escena, Schrader dota a su filme de una conseguida atmósfera noctívaga y opresiva que ya quisieran pasa sí cintas recientes como Drive. De la mano del protagonista recorremos oscuras calles humedecidas por la lluvia, clubes de moda, sórdidos tugurios, hospitales deprimentes y apartamentos de angostos pasillos. La inolvidable y ochentera banda sonora de Michael Been, líder de la banda de rock The Call, que incluye temas como World On Fire, Without You, Feat o To Feel This Way, envuelve brillantemente al conjunto.

El personaje de un colosal Willem Dafoe (qué actor tan magnífico), recoge sus impresiones sobre su oficio y el mundo que le rodea en un diario que escribe, ante la falta de sueño, cuando llega a casa de madrugada. La mayor parte de su clientela es gente acomodada que oculta una evidente falta de valores bajo su lujoso bienestar. 


El final, al igual que ocurriera en Taxi driver, es un baño de sangre redentor (la redención es el tema central de la obra del calvinista Schrader) y necesario para acallar la ira y el odio generados por un mundo pestilente que se hace difícilmente soportable.

Light Sleeper, una gran película que desde Esculpiendo el tiempo queremos reivindicar. Imprescindible a nuestro entender.

Atrapado por su pasado (Carlito's Way, 1993) de Brian De Palma.


Años setenta. Tras pasar cinco años en prisión, Carlito Brigante (Al Pacino) recupera su libertad decidido a emprender una nueva vida alejado de la delincuencia. Sin embargo, no le resultará fácil romper con los lazos que le unen a su conflictivo azos que le unen a su oscuro pasado. 


El irregular Brian De Palma firma con este thriller crepuscular, uno de los trabajos más interesantes de toda su carrera. La película, que adapta dos novelas del escritor y juez norteamericano de ascendencia puertorriqueña Edwin Torres, se ve favorecida por estar aderezada con ciertas dosis de apasionado fatalismo romántico.

Se trata de un relato circular narrado en primera persona por la voz en off del personaje principal, quien se debate entre la vida y la muerte mientras es trasladado a un hospital. Tanto el prólogo como el epílogo están filmados al ralentí y en un tono azulado, cercano al blanco y negro, a excepción de un cartel en color que Carlito observa desde la camilla y en el que se puede leer la frase “Escape al paraíso”. Como podremos ver a lo largo del flashback que recorre la práctica totalidad del metraje, el paraíso al que se encamina el protagonista no es precisamente el que inicialmente pretendía.


El filme alterna momentos excelentes y llenos de tensión, con otros prescindibles que sólo contribuyen a subrayar (una y otra vez) la incapacidad de Carlito para desembarazarse de las malas compañías que le acabarán arrastrando hacia donde no desea. Destacan por su elaborada planificación y brillante ejecución, la secuencia de la sala de billar y el muchas veces citado plano-secuencia de la estación de tren. No obstante, quien suscribe estas líneas se queda con otra escena menos compleja pero infinitamente más emotiva: aquella en la que Pacino, desde lo alto de un ático y cubriéndose del chaparrón que cae con la tapa de un cubo de basura, contempla danzar a su amada en el edificio de enfrente mientras de fondo se escucha un fragmento de la bellísima ópera Lakmé de Léo Delibes.

Un Pacino menos histriónico que de costumbre y un Sean Penn adecuadamente caracterizado para la ocasión, están magníficos en sus respectivos roles. Al igual que la guapa Penelope Ann Miller, interesantísima actriz que, lamentablemente, nunca ha gozado de las oportunidades que probablemente su talento hubiese merecido.

Otro de los aspectos más reseñables de la cinta, es la sobresaliente banda sonora de Patrick Doyle, compositor escocés conocido fundamentalmente por sus trabajos para Kenneth Branagh.


Pese a no ser en su conjunto esa gran revisión del género negro que algunos han apuntado, Carlito's Way se mantiene como una película ciertamente estimable.

El enemigo público (The Public Enemy, 1931) de William A. Wellman.


Se narran las correrías delictivas de Tom Powers (James Cagney) y de su amigo y socio Matt Doyle (Edward Woods), desde que son unos niños hasta que se convierten en dos enriquecidos mafiosos en tiempos de la ley seca. 


El enemigo público es, junto a Hampa dorada (Little Caesar, 1931) de Mervyn LeRoy, la película que fijó las constantes dramáticas, narrativas y argumentales del género de gánsteres. Al margen de su carácter fundacional, el filme también supuso el debut como protagonista del gran James Cagney, quien desde ese mismo momento se convertiría en toda una estrella y en el más representativo ejemplo del matón cinematográfico junto a Edward G. Robinson.

El espléndido e infravalorado William A. Wellman, director dotado de un talento envidiable capaz de afrontar con éxito cualquier género (véase al respecto el auténtico vergel fílmico que constituye su amplísima filmografía), fue el encargado de trasladar a la gran pantalla un guión cuya filmación habría resultado del todo imposible sólo unos años después, tras la implantación del código Hays en 1934, debido al modo sorprendentemente explícito para la época con el que trata la violencia y la sexualidad.  


Como la historia del séptimo arte ha demostrado en innumerables ocasiones que los géneros y movimientos cinematográficos no surgen por casualidad, sino de la mano de determinadas coyunturas políticas y socioeconómicas, la aparición y el éxito del cine de gánsteres debe entenderse dentro de su marco histórico; que no es otro que el de la Gran Depresión que siguió al Crac del 29. En ese contexto de crisis e inseguridad colectiva, se hacía necesaria la existencia de antihéroes que afirmaran su individualismo al margen de un sistema económico y legal fracasado. Al público de entonces le encantaban los personajes como el interpretado aquí por James Cagney: un tipo duro y sin escrúpulos que se enriquecía fácilmente a base de dar puñetazos y apretar el gatillo. Es por ello que casi todas estas películas contenían un final moralizante, una especie de advertencia sobre lo que a uno le podía pasar si decidía saltarse las reglas. Y en ese sentido, pocos epílogos resultan tan descarnados en su mensaje como el de la obra que ahora nos ocupa (a veces es mejor no abrir la puerta cuando tocan).


Más allá de tales observaciones contextuales, The Public Enemy destaca por su claridad expositiva, por su magnífica perfilación de caracteres (inolvidable retrato ambivalente de los dos hermanos Powers) y por la fiera e icónica interpretación de su protagonista.

Ed Wood (ídem, 1994) de Tim Burton.


Años cincuenta. Edward D. Wood, Jr. (Johnny Depp) es un joven y excéntrico director de películas baratas que aspira a convertirse en un realizador famoso. Para conseguir su objetivo, no dudará en rodearse de personajes de todo tipo, cada cual más pintoresco, entre los que se encuentra la decadente estrella del cine de terror Bela Lugosi (Martin Landau). 



Entusiasta, descollante y entrañable película de Tim Burton, probablemente el mejor trabajo de toda su carrera. Ed Wood no es sólo una cálida oda a la insistencia del eterno perdedor, representado aquí por el supuesto peor director de cine de todos los tiempos (los hay mucho más infames), sino que también supone un brillante e inspirado homenaje al séptimo arte y al oficio de cineasta.

Desde la idealización que siempre guía los pasos de un apasionado, el autor de La novia cadáver, libre de prejuicios y con la total libertad creativa que le había proporcionado el éxito comercial de sus anteriores filmes, reconstruye el microcosmos vital y profesional de una troupe de chiflados, travestidos, yonquis, médiums, homosexuales y chapuzas, todos ellos soñadores, que nos recuerda por su carácter faunístico y variopinto al descrito décadas atrás por Tod Browning en su obra maestra Freaks. Ambas películas comparten además, un mismo mensaje de respeto hacia la diversidad humana.




Burton se empeñó en filmar su obra en un clásico blanco y negro (excelente fotografía de Stefan Czapsky de claras reminiscencias wellesianas), para que su tributo al cine de terror de los años treinta y al de ciencia ficción de los cincuenta, fuese más evidente y conseguido. Tal homenaje aparece envuelto por las notas de una genial e hilarante partitura a cargo de Howard Shore, que se inspiró en la música de las producciones de esa época para la composición de la banda sonora (uso del theremín incluido).

Ed Wood, aparte de ser tremendamente divertida, posee la tierna y extraña sensibilidad que caracteriza a los mayores logros del director. En ese sentido, destaca la emotiva relación que se establece entre los personajes de Wood y Lugosi. Depp está espléndido, pero el que ofrece una performance en verdad inolvidable es un sublime, lánguido, taciturno y patético Martin Landau.



La película está repleta de escenas antológicas, citemos sólo algunas de ellas: el prólogo y los alucinantes títulos de crédito iniciales, la presentación del personaje de Bela Lugosi en el interior de un ataúd (no podía ser de otro modo tratándose del mismísimo “Drácula”), cuando Wood confiesa a su novia que usa a escondidas sus suéteres de angora, la disparatada fiesta de fin de rodaje de La novia del monstruo, el monólogo de Lugosi en plena calle ante un grupo de sorprendidos y entregados transeúntes, el encuentro entre un travestido Wood y su ídolo Orson Welles en un bar… y así hasta completar dos horas de delicioso y absoluto éxtasis cinéfilo.

Ed Wood, la obra cumbre del extravagante universo burtoniano.

Recent Posts

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...