Festival de Cine Europeo de Sevilla 2013: los motores sagrados de Léos Carax.


HOLY MOTORS (ídem, 2012), de Léos Carax. Ciclo Léos Carax.


¿Qué tienen en común un banquero acomodado, un anciano lisiado e indigente, un actor de captación de movimientos, un hombre salvaje que padece priapismo, un padre de familia preocupado por la vida social de su hija adolescente, un asesino a sueldo, un viejo moribundo, el marido de una chimpancé y unos automóviles parlantes? Efectivamente, lo han acertado: nada. O eso es lo que pensábamos antes de ver Holy Motors, el último filme del cineasta francés Léos Carax que triunfó en el Festival de Sitges del año pasado. 

Absurda, pretenciosa, grotesca, friki, estúpida, enigmática y, en ocasiones, bella. Así es la película que nos ocupa, un trabajo que contiene todos los ingredientes necesarios para que muchos lo odien y no menos lo adoren. Es lo que suele ocurrir con las obras de corte surrealista, sobre las que rara vez hay consenso. Personalmente no considero que sea ni una obra maestra, como dicen unos, ni un bodrio, como afirman otros; aunque la sitúo más cerca de lo segundo que de lo primero.

Léos Carax, protagonizando él mismo el prólogo, deja claro que se trata de un proyecto personal en el que no ha tenido en cuenta los gustos del público. Es un sueño húmedo, un trabajo para sí mismo. El director despierta, o tal vez sueña, accediendo a través de una de las paredes de su cuarto a una oscura sala de cine donde los espectadores parecen dormitar. Se inicia entonces la caleidoscópica mascarada, el taciturno homenaje al oficio de actor. La limusina sirve de improvisado camerino. Llena de disfraces, pelucas, postizos, prótesis de látex y demás material necesario para transformarse en los diferentes personajes. Oscar va de un sitio a otro, de una identidad a otra; mendiga, corre, secuestra, mata, aconseja, muerde, toca el acordeón… todo vale y cualquier cosa es posible, desde lo refinado hasta lo cutre, pasando por lo esperpéntico. Libertad creativa absoluta y disoluta. Una mierda que a veces huele a vergel.

Entre los fragmentos que conforman su esquizoide estructura narrativa, me quedo con dos: Eva Mendes siendo secuestrada en plena sesión fotográfica por un individuo salvaje y neandertaloide que se la lleva a las profundidades de la tierra, y el hermoso número musical de Kylie Minogue. Ah, que no se me olvide; qué gusto da volver a contemplar, cincuenta años después de Los ojos sin rostro, a Edith Scob cubierta por una máscara. Gusto cinéfilo, se entiende. 

Bueno, lo mejor es que la vean. O no.


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