Drácula (Dracula, 1931) de Tod Browning.

“Yo nunca bebo… vino”.

El señor Renfield (Dwight Frye) viaja hasta la región de los Cárpatos, en la inhóspita Transilvania, para cerrar un trato inmobiliario con el misterioso conde Drácula (Bela Lugosi), un ser sobrenatural que pretende adquirir una vieja abadía en Londres.


Considero que el mítico Drácula de Tod Browning tiene un mayor valor iconográfico que estrictamente fílmico. De hecho, me parece una de las películas menos logradas del singular autor de Freaks, quien, a buen seguro, rodó el presente filme sin motivación alguna tras la inesperada muerte de Lon Chaney, amigo suyo que, en principio, iba a ser el actor que interpretase al famoso personaje creado por la pluma de Bram Stoker en 1897. Drácula, con guión de Garrett Ford, adapta una obra de teatro escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela homónima del citado Stoker. Esa procedencia teatral resulta demasiado acusada en el desarrollo de una trama en exceso arrítmica (algo de lo que pecan casi todas las películas que, como ésta, fueron rodadas en el período situado a caballo entre el cine silente y el cine sonoro) e inmóvil.


Como decía, lo más valioso de este Drácula es que sienta las bases iconográficas del cine de terror posterior: el castillo, los murciélagos, las telarañas, los ataúdes, la niebla, los aullidos (salen hasta armadillos)… Su primera parte, la que transcurre en Transilvania, constituye una notable muestra de imaginería gótica (impresionante decorado de la entrada del castillo), con una gran presentación del personaje del conde saliendo de su ataúd y bajando las escaleras del castillo vela en mano. “Soy Drácula”,  le dice con siniestra sonrisa a un acongojado Renfield. En cambio, cuando la acción se traslada a Londres, con el conde frecuentando a la alta aristocracia inglesa, en especial el dormitorio de Mina (Helen Chandler), su principal víctima, todo se echa a perder. Es entonces cuando la cinta carece por completo de ritmo, tornándose tediosa y teatral. Algo a lo que también contribuyen las torpes interpretaciones de los actores, en especial la de Bela Lugosi, bastante mediocre pese a que se hiciera famoso gracias a ella. Sólo en el tramo final, el que tiene lugar en el interior de las catacumbas, donde se ajusticia (en off) al vampiro en su ataúd, la obra se levanta para concluir de manera digna. Como al principio, vuelve a sonar El lago de los cisnes, de Chaikovski. Fin.


2 comentarios:

  1. Excelente comentario Ricardo. Coincido en un 100% con el mismo. Me gustaría saber tu opinión comparando este Drácula con el de Terence Fisher de 1958. Saludos.

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    1. Entre ambos me quedo sin duda con el de Fisher, mucho más terrorífico y carnal, aunque pienso que el de Browning ha ejercido una mayor influencia dentro del género.

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