El fuego fatuo (Le feu follet, 1963) de Louis Malle.

“La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”.
(Martin Heidegger)

Decidido a terminar con su vida tras pasar los últimos cuatro meses interno en una clínica de desintoxicación de Versalles por su adicción al alcohol, Alain Leroy (Maurice Ronet), casado con una norteamericana que vive en Nueva York, visita París para despedirse de sus amigos y conocidos.


Aceptar la mediocridad de la existencia (y de propia la condición humana) es imprescindible para sentirse parte de ella. Como decía Ingmar Bergman: “La vida es una ininterrumpida e intermitente sucesión de problemas que sólo se agotan con la muerte”. Y eso mismo es lo que piensa Alain Leroy, el triste y angustiado protagonista de El fuego fatuo, la gran adaptación cinematográfica que Louis Malle llevó a cabo de la novela corta de Pierre Drieu La Rochelle Le feu follet (1931), inspirada en el suicidio de su amigo el poeta dadaísta Jacques Rigaut, quien decidió acabar con su vida disparándose directamente al corazón.


La acción se desarrolla a lo largo de cuarenta y ocho horas, como en la novela de La Rochelle. Dos días enteros. Tiempo suficiente para constatar que la realidad sigue siendo la misma basura infecta que de costumbre. Porque el personaje de Alain no se suicida debido a su adicción al alcohol, la cual parece haber superado después de su tratamiento en la clínica, tal y como le constata el doctor La Barbinais (Jean-Paul Moulinot), sino por su desafección hacia el mundo, hacia la vida. La misma desafección que lo llevó precisamente a beber. “Me suicido porque no me quisisteis, porque no os quise. Me suicido porque nuestras relaciones fueron cobardes, para estrecharlas. Dejaré sobre vosotros una mancha indeleble”. Estas palabras finales de Alain, escritas negro sobre blanco, coronan al desolador epílogo que sigue a una serie de encuentros del protagonista en la ciudad de París. Un París más funesto y gris de lo que se suele plasmar en la gran pantalla (magnífica fotografía en blanco y negro de Ghislain Cloquet, uno de los cinematógrafos más importantes del cine galo de todos los tiempos). Encuentros que abarcan la práctica totalidad del espectro social de la capital francesa, desde la alta burguesía (el matrimonio formado por Cyrille y Solange y su amigo Brancion) hasta los sectores más o menos delictivos (los hermanos Minville), pasando por la clase media (Dubourg) y la esfera bohemia (el personaje de Jeanne Moreau) parisina.


Malle opta por un tratamiento más intelectual que emocional del relato, lo que puede llegar a dificultar la implicación del espectador. Su puesta en escena, de elegante sobriedad y en la que abundan los espejos, aparece punteada por las hermosas composiciones para piano de Erik Satie (1866-1925).

En el año 2011, el realizador noruego Joachim Trier adaptó nuevamente, y de manera algo más libre, la novela de La Rochelle en Oslo, 31 de agosto (Oslo, 31. August), un estupendo título que, pese a resultar inferior a la presente obra de Malle, no dudamos asimismo en recomendar.


Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015) de Quentin Tarantino.

“El coche avanzaba lentamente, al paso. Las ruedas se hundían en la nieve; la caja entera gemía entre sordos crujidos; los animales resbalaban, resoplaban, bufaban, y el gigantesco látigo del cochero restallaba sin descanso, hacia todos los lados, anudándose y desnudándose como una fina serpiente, azotando bruscamente las rellenas grupas, que entonces se tensaban en un esfuerzo más violento”.
(Bola de sebo, Guy de Maupassant)

Unos años después de la Guerra de Secesión, el cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) viaja en diligencia junto con Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), una peligrosa delincuente a la que traslada al pueblo de Red Rock para que sea colgada. En su avance a través del invernal paisaje de Wyoming, la diligencia se topa con dos desconocidos que siguen la misma dirección: el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), antiguo soldado de la Unión convertido ahora en cazarrecompensas, y Chris Mannix (Walton Goggins), renegado sureño que asegura ser el nuevo sheriff de Red Rock.


Emulando a Federico Fellini, quien tituló a su octavo largometraje Ocho y medio (el medio se debía a los dos episodios que el italiano había rodado para dos películas en las que colaboraba con otros realizadores), Quentin Tarantino ha decidido titular Los odiosos ocho a su octavo trabajo como director: un western con elementos de suspense y comedia negra, en el que encontramos reminiscencias del cuento de Guy de Maupassant Bola de sebo (Boule de suif, 1880), adaptado veladamente por John Ford en La diligencia (Stagecoach, 1939), y de la novela Diez negritos (Ten Little Niggers, 1939), de Agatha Christie. La película, además, parece inspirada en Río Bravo (Rio Bravo, 1959), de Howard Hawks, obra maestra del género por la que Tarantino profesa una gran admiración, y en el remake en clave de thriller policíaco que de ésta llevó a cabo John Carpenter en Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976). A ese cúmulo de referencias cinéfilas ya habituales en el autor de Pulp Fiction, podríamos sumar otra, la de La cosa (The Thing, 1982), también de Carpenter, con la que The Hateful Eight comparte no sólo el protagonismo de Kurt Russell, sino asimismo la idea de un grupo de individuos que desconfían unos de otros, y que se ven obligados a convivir en un espacio cerrado por culpa de las inclemencias meteorológicas del exterior (una tormenta de nieve).


En Los odiosos ocho, película filmada en un espectacular formato Ultra-Panavision de 70mm que permite lucirse al director de fotografía Robert Richardson, especialmente en los planos generales que abren el filme, y que, por desgracia, muy pocos espectadores han podido disfrutar, están todos los elementos característicos del cine de Tarantino: una estructura narrativa caprichosa y efectista (dividida en capítulos, con saltos en el tiempo y desdoblamiento del punto de vista), un metraje desmesurado (cercano esta vez a las tres horas), un puñado de personajes variopintos, diálogos largos e insustanciales, sarcasmo a raudales, mil y una referencias cinéfilas (desde los citados Hawks y Carpenter hasta Leone o Argento), arranques de desagradable violencia explícita, chistes de cariz racial y sexual, anacronismos musicales… pero presentados a través de una puesta en escena más ajustada y depurada que de costumbre. Digamos que menos kitsch. Por ello quizá sea el mejor de sus trabajos; el más maduro a nivel estético y narrativo; el que más pueda gustar a los menos tarantinianos (entre los que me incluyo). 

The Hateful Eight se desarrolla, básicamente, en dos únicos escenarios de interior (apenas hay escenas exteriores): el de la diligencia, de donde la cámara de Tarantino casi no sale durante la media hora inicial de metraje, y el de la Mercería de Minnie, a la que los pasajeros llegan buscando refugio, y en la que se encuentran con varios huéspedes inesperados: el mexicano Bob (Demian Bichir), responsable de la mercería en ausencia de sus propietarios Minnie y Sweet Dave; Oswaldo Mobray (Tim Roth), de profesión verdugo; Joe Gage (Michael Madsen), un vaquero sospechoso; y el viejo general confederado Sandy Smithers (Bruce Dern). Los tres últimos, como los pasajeros de la diligencia, también van camino a Red Rock. John Ruth, al que apodan “el colgador” porque todos los malhechores a los que captura terminan colgados, comienza a sospechar pronto que alguno de ellos está compinchado con Daisy para liberarla, por lo que el clima de desconfianza se establece en la mercería desde el primer instante. Volviendo al paralelismo con La cosa, si en la cinta de Carpenter cualquiera podía estar infectado por el virus extraterrestre, aquí cualquiera podría ser el compinche de la cautiva. Tarantino evita la teatralidad en la que pudiera incurrir semejante historia gracias a un hábil manejo de los planos y los espacios, manteniendo la incertidumbre y la tensión narrativa hasta el tramo final, un tanto cómico y excesivo en su regodeante violencia.


Con sus virtudes y defectos, Los odiosos ocho logra lo que se propone, resultando un ejercicio cinematográfico tan brillante como tramposo. Magníficamente interpretado. Notable.


Paris, Texas (1984) de Wim Wenders.

“No puedo volver al ayer, porque ya soy una persona diferente”.
(Lewis Carroll)

Tras cuatro años desaparecido, un hombre (Harry Dean Stanton) aparece andando en medio del vasto desierto de Texas sin recordar quién es ni de dónde procede. Su hermano (Dean Stockwell) lo ayudará a recuperar la memoria.


Paris, Texas es quizá el título más emblemático (puede que no el mejor) de la carrera del otrora gran director alemán Wim Wenders. La película que lo consagró a nivel internacional y le sirvió para llegar a una audiencia mucho más amplia que la que hasta ese momento disfrutaban sus trabajos. Gracias a ella obtuvo en Cannes la Palma de Oro, el Premio del Jurado Ecuménico y el de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI). Un éxito crítico rotundo que perdura hasta nuestros días, cuando la obra que nos ocupa sigue siendo considerada de culto por miles de cinéfilos de todo el mundo.


Son muchos los componentes que hacen de este filme, con guión del polifacético Sam Shepard a partir de determinados elementos de su Motel Chronicles (1982), una experiencia inolvidable: la secuencia de apertura en el desierto de Texas, la banda sonora para guitarra de Ry Cooder (utilizada en España en la cabecera del programa de televisión Documentos TV), la conmovedora interpretación de Harry Dean Stanton, la fotografía de Robby Müller, las interminables carreteras del sur de Estados Unidos, el diálogo/monólogo de la segunda secuencia en la cabina de estriptis (una de las cumbres de la filmografía wendersiana), y, por supuesto, la belleza angelical de Nastassja Kinski. Paris, Texas mezcla la sensibilidad cinematográfica europea con la geografía norteamericana, algo que influiría de manera determinante en realizadores estadounidenses independientes como Jim Jarmusch, quien por entonces rodaba otra road movie de culto, Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise). Wenders trata aquí temas como el pasado, la memoria, el sentimiento paternofilial, el dolor amoroso o la redención. Su trabajo en la dirección resulta soberbio desde los planos aéreos iniciales del desierto texano (el Parque Nacional Big Bend más concretamente), de donde, entre monumentales y milenarios acantilados rojizos, surge la solitaria figura de un Travis impávido, mudo, reseco, amnésico, sediento, repleto de polvo y quemado por los rayos de sol. Así comienza su travesía (una travesía doble, tanto en lo físico como en lo emocional) en busca de un pasado tormentoso del que escapó por simple temor al sufrimiento.


Dos secuencias a mi entender memorables: la mencionada en la cabina de estriptis, con un uso magistral del cristal/espejo por parte de Wenders (la primera escena entre Travis y Jane, su ex mujer, ataviada en esta ocasión con un sexy vestido de angora rosa en esa misma cabina es igualmente brillante aunque de menor emotividad y relevancia), y el encuentro final (spoiler) de madre e hijo contemplado por Travis desde el exterior del edificio.




La edición de a contracorriente films.

Fedora (ídem, 1978) de Billy Wilder.

“El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre ellos otros”.
(Federico García Lorca)

El productor de cine independiente Barry Detweiler (William Holden), viaja hasta la isla griega de Corfú con el objetivo de convencer a la famosa actriz Fedora (Marthe Keller), retirada de los focos desde hace ya algún tiempo, para que acceda a trabajar en una nueva adaptación cinematográfica de la novela de León Tolstói Ana Karénina.


Según la mitología griega, Calipso era una hermosa ninfa “de cabellos ensortijados”, que vivía en la isla de Ogigia, en el Mediterráneo occidental. Homero, en la Odisea, relata cómo el sufrido Ulises, tras uno de sus múltiples naufragios, fue a parar a la morada de Calipso, quien lo retuvo amorosamente a su lado durante unos diez años, ofreciéndole la inmortalidad y la juventud eterna si se quedaba con ella y renunciaba a regresar a Ítaca junto a su esposa Penélope. No parece casual que la Fedora de Wilder, obsesionada con la eterna juventud y la belleza, resida, precisamente, en una villa llamada Calypso, que, para más inri, está situada en una pequeña isla mediterránea de Corfú. Allí permanece confinada, custodiada por un tétrico séquito que la salvaguarda del mundo exterior. Ataviada siempre con una pamela fedora, gafas de sol oscuras y unos guantes blancos que impiden advertir su verdadera edad (se comenta que debe tener entre sesenta y setenta años), nuestra protagonista, paranoica como la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses (Sunset Blvd., 1950), película de la que Fedora podría parecer una variación en su primera mitad, aunque al final resulte mucho más amarga, compleja y retorcida, vive anclada en el recuerdo (y en la imagen) que el público guarda de su personaje público; al igual que innumerables famosos y famosas de la sociedad actual que todos conocemos, adictos/as a las intervenciones y arreglos estéticos con los que tratan de engañar al tiempo, intentando transmitir la sensación de que siguen siendo lo que un día fueron. De ahí la vigencia de esta infravaloradísima obra maestra de Wilder, sin duda uno de los títulos más mordaces y brillantes de su carrera.


El filme (escrito por el propio Wilder junto a I.A.L. Diamond, su coguionista habitual, a partir de un relato de Tom Tyron) se inicia con el personaje de Fedora arrojándose, como la Ana Karénina de Tolstói, a las vías de un tren. Al día siguiente, los informativos de medio mundo abren sus espacios con la trágica noticia de la muerte de la diva de origen polaco. Su capilla ardiente, instalada en París, concentra a miles de admiradores y curiosos que se acumulan para dedicarle un último adiós. Uno tras otro, rodeados de un vergel de coloristas coronas funerarias, deambulan alrededor del féretro de la actriz, que deja al descubierto su efigie mortuoria. Pronto, la cámara de Wilder se detiene delante de uno de ellos: el productor Barry “Dutch” Detweiler. Su voz en off deja paso a un extenso flashblack (el primero de varios que Wilder utilizará a lo largo del metraje) que se remonta a dos semanas atrás en el tiempo, cuando “Dutch” llegó a Corfú en busca de Fedora. Minutos más tarde, a través de un flashback dentro del flashback, sabremos que “Dutch” había conocido a la actriz en la década de los cuarenta, siendo ésta la estrella de un filme de Hollywood y él un joven asistente de dirección. Volviendo al flashback general, en Corfú “Dutch” se da cuenta de que Fedora, de comportamiento extraño y huidizo, vive prácticamente secuestrada por un séquito (el mismo que aparecía en la escena inicial del funeral) que conforman la condesa Sobryanski (Hildegard Knef), decrépita e inválida; el doctor Vando (José Ferrer), cirujano artífice del “milagroso” aspecto de Fedora; la servicial Miss Balfour (Frances Sternhagen), asistenta personal; y el inquietante Kritos (Gottfried John), chófer. También descubre que el estado mental de Fedora, no es el más adecuado después de que se enamorara del compañero de reparto de su última película, titulada premonitoriamente ‘El último vals’ (la cual abandonó a medias), un hombre mucho más joven que ella al que interpreta Michael York, quien hace de sí mismo. Como Henry Fonda en su breve aparición como el presidente de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas.


A la maestría narrativa de la propuesta, y al excepcional trabajo de todos los actores (en especial unas impresionantes Marthe Keller y Hildegard Knef), debe sumarse un refinamiento en la puesta en escena que se remonta a la igualmente infravalorada, aunque inferior, La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970). Creo que, en el plano visual, ninguna otra obra de Wilder es tan depurada como la que nos ocupa. Algo hasta cierto punto normal, si tenemos en cuenta que el autor de El apartamento (The Apartment, 1960) la concibió contando con setenta y dos años de edad, cuando ya estaba de vuelta de todo y el lenguaje cinematográfico no encerraba ningún secreto para él.

Hay, asimismo, en Fedora, cierto desencanto vital y profesional, una mirada nostálgica si se quiere, hacia todo lo relativo al mundo del cine. Quizá Wilder se sentía ya, a finales de los años setenta, como un viejo monumento del pasado al que se venera de vez en cuando; como un dinosaurio anacrónico sin lugar en el seno de la nueva industria cinematográfica (“Los chicos de las barbas están trabajando. No necesitan ningún guión, sólo una cámara de mano y un zoom”, afirma resignado el personaje de Holden en una escena). Y eso se percibe en cada uno de los fotogramas de la otoñal Fedora, una cumbre de su filmografía que muy pocos (incluso hoy en día) han sabido apreciar/valorar como merece.


JEAN-PIERRE MELVILLE. Carlos Aguilar. CÁTEDRA.

“Un creador de cine debe aportar su universo. Esto es capital. Si un creador de cine carece de un universo, no tiene gran cosa que decir. No será más que un realizador que dirá ‘Acción’ y ‘Corten’”.
(Jean-Pierre Melville)


Dentro de su colección Signo e Imagen/Cineastas, la editorial Cátedra dedica un estudio académico/cinéfilo a la filmografía del realizador francés Jean-Pierre Melville (su verdadero nombre era Jean-Pierre Grumbach, pero decidió apropiarse del apellido de su escritor favorito, el estadounidense Herman Melville, autor de Moby Dick), genial cineasta que supo sublimar el Polar (cine negro o policíaco francés), dotándolo de artisticidad, a través de títulos inolvidables como El confidente (Le doulos, 1962), El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967) o Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970). Carlos Aguilar, historiador cinematográfico y novelista español conocido principalmente por su mítica obra de consulta cinéfila Guía del cine (también publicada por Cátedra y ya por su quinta edición), es quien firma esta monografía que apenas supera en extensión las doscientas páginas. A título personal, Aguilar siempre me ha parecido un crítico en exceso prejuicioso: a todas luces “esclavo” de sus filias y fobias en materia fílmica; empero valiente al mostrar su opinión, a mojarse sin remedio, a llamar “pan” a lo que considera “pan” y “vino” a lo que considera “vino”. Y eso me gusta. Lo que diferencia, ante todo, a este estudio académico de otros publicados por la editorial, es precisamente que denota en todo momento la personalidad del que lo escribe, frente a la rutinaria neutralidad del ensayista sin criterio. Algo que ha de valorarse, especialmente cuando, como en el caso que nos ocupa, esas elucubraciones personales no sustituyen al rigor y  a la información, sino que actúan como su complemento. Ciñéndonos a la obra en sí, cabe señalar que posee una estructura simple, alejada de intelectualismos cargantes, con una introducción a los rasgos esenciales y característicos del Melville cineasta y el Melville persona (un tipo solitario, misántropo, mitómano, cinéfilo, paranoico, desconfiado, seguro de sí mismo…), y un posterior análisis de las distintas etapas de su obra, con información, anécdotas y testimonios (del propio Melville y de otros) relativos a cada una de las producciones.  Una obra amena, concisa, accesible, sumamente entretenida, en definitiva. Ideal para introducirse en el viril, singular universo melvilliano, o, si ya se conoce, regodearse en(con) él. Desde ya, uno de mis títulos favoritos de la colección.


El confidente (Le doulos, 1962) de Jean-Pierre Melville.

“Hay que elegir: mentir o morir”

Tras salir de la cárcel, el hastiado Maurice Faugel (Serge Reggiani) prepara un robo fácil para el que Silien (Jean-Paul Belmondo), un viejo amigo, le proporciona las herramientas necesarias. Como el robo sale mal, Maurice sospecha que Silien lo ha delatado.


Soberbio ejercicio de cine negro con el que Jean-Pierre Melville, a partir de una novela menor de Pierre Lesou, se sitúa a la altura de sus admirados clásicos estadounidenses del género (yo diría que incluso los supera), alumbrando una oscura, ambigua y compleja fábula sobre la mentira y la traición, con sabor a tragedia clásica en su fatalista desenlace. El título original de la película, refuerza precisamente esa ambivalencia del relato, al poder referirse tanto al sombrero que porta el personaje de Silien, un doulos, como a su posible condición de confidente de la policía, puesto que en el argot del gremio policial/criminal, el término doulos también se utiliza para designar al chivato o soplón. Magníficas interpretaciones de Serge Reggiani y un impecable Jean-Paul Belmondo en su arquetípica encarnación del impávido antihéroe melvilliano.


El autor de El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967) se movía como pez en el agua en ese ambiente turbio de hampones, policías, clubes nocturnos y fulanas que tan bien refleja El confidente, donde vuelve a optar por una realización sobria, al estilo Bresson (Melville, al que algún necio de la época acusó de plagiar a su compatriota, respondía, ni corto ni perezoso, que era éste quien lo copiaba a él), aunque plagada de claroscuros que remiten a la imaginería sombría del cine expresionista (gran fotografía de Nicholas Hayer). La trama de Le doulos es bastante compleja, debido, principalmente, a que nunca sabemos a ciencia cierta si lo que cuentan los personajes de la historia es verdad o mentira, pero sin llegar nunca a los niveles de ininteligibilidad argumental de otro clásico del género como El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), de Howard Hawks. Aquí, todos tienen sus motivos para engañar, traicionar y desconfiar de los demás; constituyendo el mejor ejemplo de esa ambigüedad moral el personaje de Belmondo: ¿es o no es un confidente de la policía? ¿De verdad es amigo de Maurice? ¿Y del inspector de policía Salignari (Daniel Crohem)? ¿Siente algo o no por la guapa Fabienne (Fabienne Dali)? ¿Debemos fiarnos de ese flashback final con el que justifica todas sus acciones anteriores? Que cada espectador saque sus propias conclusiones.


La dirección de Melville es siempre estupenda, cuando no directamente brillante, como en ese plano secuencia de más de nueve minutos de duración que tiene lugar en el interior de las oficinas de la policía, donde Silien es interrogado por el comisario Clain (Jean Desailly) y otros dos agentes de rango inferior. Sin duda, un buen ejemplo del ubérrimo talento de su hacedor.

En definitiva, uno de los mejores thrillers de Melville, y, por extensión, del polar francés. De visionado obligatorio.


Lacombe Lucien (ídem, 1974) de Louis Malle.

“Siempre me obsesionó el olvido de cosas que sin embargo me parecían tan importantes, un olvido voluntario o un mentirse a sí mismo”.
(Patrick Modiano)

1944, Segunda Guerra Mundial. Al sudoeste de la Francia ocupada, un joven campesino llamado Lucien Lacombe (Pierre Blaise), tras no ser admitido en la Resistencia por el cabecilla local, entra a formar parte, casi por casualidad, de la policía alemana.


En su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, acuñó el concepto de banalidad del mal para referirse, y hasta cierto punto “justificar”, a los crímenes perpetrados por determinados individuos, casi siempre pertenecientes a la escala burocrática (como el propio Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis), en tiempos del Holocausto. Para Arendt, las acciones de Eichmann, y por ende de otros muchos como él, no eran fruto de una crueldad sádica inherente a su naturaleza, sino de la simple ejecución de unas órdenes que no se cuestionaban por no considerarse extrañas a la cotidianidad del contexto en cuestión. Esto llevaría a personas aparentemente normales, sin ningún tipo de rasgo traumático o de psicopatía, a cometer actos execrables, como la tortura o el asesinato de sus congéneres, sin tener una conciencia culpable por ello. Lacombe Lucien, del gran cineasta francés Louis Malle, coautor del guión junto con el Premio Nobel de Literatura Patrick Modiano, plasma de un modo seco, sin pretensiones, pero del todo brillante, la teoría de Arendt a través de la historia de un joven campesino que, en tiempos de la ocupación, se integra en la policía alemana.  


La película causó controversia en el momento de su estreno, al suponer una revisión sin tabúes de uno de los segmentos más turbios de la historia contemporánea de Francia: el período de la ocupación nazi. Por todos es sabido que fueron muchos los ciudadanos franceses que colaboraron con las autoridades alemanas durante esa época (de la misma manera que muchos españoles colaboraron con los franceses durante su ocupación de España a principios del siglo XIX); sin embargo, este hecho, irrefutable, trató de ocultarse, quizá debido a cierto sentimiento de vergüenza, en los años posteriores a la finalización de la guerra. El cine de Hollywood, y lo que es peor, la propia cinematografía gala, fueron asimismo cómplices de ese oscurantismo histórico, presentando en sus filmes a un pueblo francés oprimido y cohesionado frente al invasor alemán. Tuvo que llegar Louis Malle para mostrar a los espectadores del mundo que la realidad no había sido del todo así. Y lo hizo sin emitir juicios. Sin revanchismos ni afán por rendir cuentas, optando por una exposición lo más objetiva (y fría) posible de los hechos.

Lacombe Lucien se abre con la presentación del personaje principal (el malogrado Pierre Blasie, actor no profesional que moriría un año después del estreno de la película en un accidente de tráfico), un joven campesino, bruto y analfabeto, sin conciencia política ni ideológica, que trabaja como limpiador en un hospicio de monjas. Su padre está prisionero en Alemania, mientras que su madre se acuesta con el tipo al que sirve. Durante los primeros minutos de metraje, Malle retrata con naturalismo la vida rural. Al poco de ser rechazado por el profesor de la escuela, cabecilla local de la Resistencia, que lo considera demasiado joven como para entrar a formar parte de los maquis, Lucien entra en contacto por casualidad con los colaboracionistas del municipio, una pandilla de matones que por su aspecto recuerdan a los gánsteres norteamericanos, a quienes se une básicamente porque le proporcionan un mejor estatus social. Ese nuevo estatus, mucho más desahogado, del que disfruta a partir de ahora, permite a Lucien entrar en contacto con Albert Horn (Holger Löwenadler), un famoso y desencantado sastre judío procedente de París, que ahora vive escondido junto con su vieja madre, y su hermosa hija France (Aurore Clément), quien pronto despierta el interés amoroso del joven Lacombe.


La dirección de Malle resulta soberbia, madura, utilizando con frecuencia la cámara de mano para dotar a su historia de un realismo cuasi documental. La sequedad argumental y técnica, no impide que encontremos en Lacombe Lucien momentos ciertamente hermosos, en verdad poéticos, como los que se dan ya en el tramo final de la cinta, con motivo de la fuga edénica que protagonizan Lucien y France. El gran Tonino Delli Colli, colaborador de autores como Pasolini, Leone o Fellini, es el responsable de la magnífica fotografía que luce el filme.

Lacombe Lucien es, sin duda y para concluir, uno de los trabajos imprescindibles de la carrera de Louis Malle. Su ambiguo discurso sobre la condición humana no ha perdido ni un solo ápice de vigencia. Más bien al contrario, sigue desconcertando y fascinando a partes iguales.


La edición de A contracorriente films.

Soundtracks: El resplandor (1980) de Béla Bártok, Wendy Carlos & Rachel Elkind, Krzysztof Penderecki y György Ligeti.

Por Antonio Miranda.


El conjunto de piezas que conforman la música para ‘’The shining’’ demuestran, sin duda, el conocimiento y la dedicada afición de su director para con la música clásica y, más concretamente, la música contemporánea y experimental. La obra muestra los numerosos fragmentos mediante una inserción continua en pantalla y, pese a ello, gran equilibrio entre todas, algo complicado tratándose de variados autores. Sin duda, el director y compositor polaco Krzysztof Penderecki es el eje central de todo el global y sus piezas experimentales, oscuras y complejas, arman un cuerpo robusto aunque, a veces, demasiado presente en la historia, manejando así la mente del espectador y no dejando una libre interpretación mediante necesarios silencios musicales, aspecto éste en el que la producción se debilita, musicalmente hablando.

Wendy Carlos y Rachel Elkind versionan un fragmento de la ‘’Sinfonía Fantástica’’ de Héctor Berlioz y con él componen el tema principal de créditos, una idea interesante de Kubrick que, si bien opta por una pieza original, la gira inteligentemente hacia una obra clásica para seguir la línea equilibrada en toda la historia. Yéndonos más allá en el tiempo, el tema tomado por Berlioz se remonta al siglo XIII, concretamente al ‘’Dies Irae’’ de Tomás de Celano, unas notas y estructura que, referidas a un texto sobre el día del Juicio Final, ya no se separarán del concepto de muerte y dolor. Sin duda, ambos aspectos unifican la idea de lo que Kubrick está por contar.

Mención especial merece la famosa escena en la que Jack Torrance inicia la persecución de su mujer y su hijo, hacha en mano. El tratamiento de la secuencia y posterior silencio son ejemplares, forma en la que todo el filme debiera haberse entendido. Los minutos finales a los que da paso, marcados por los temas en los que las cuerdas graves potencian el conjunto de las piezas, son espectaculares. No obstante, deformación mental progresiva de unos personajes que hay que entender como el objetivo fundamental y final de la música en la película. Una desfiguración intelectual constante, como permanentes son los sonidos histriónicos de toda la música.

En definitiva, alarde de aplicación musical que, si bien se excede en presencia y minutaje, consigue transformar el terror en una esquizofrenia absoluta gracias a la intensa presencia de unos fragmentos musicales complicados de escuchar y fáciles de admirar.


Dheepan (ídem, 2015) de Jacques Audiard.

“Los muertos son los únicos que ven el final de la guerra”.
(Platón)

Dheepan (Jesuthasan Antonythasan), un guerrillero tamil, huye de la guerra civil en Sri Lanka junto con Yalini (Kalieaswari Srinivasan) e Illayaal (Claudine Vinasithamby), haciéndose pasar por una familia para conseguir asilo político en Francia.


El casi siempre interesante realizador francés Jacques Audiard (Un profeta, 2009), dio la sorpresa durante el pasado Festival de Cannes al alzarse con la Palma de Oro gracias a Dheepan, un estimable filme sobre inmigración, violencia e integración, que se impuso a películas a concurso netamente superiores como Carol (ídem), de Todd Haynes; El hijo de Saúl (Saul fia), de László Nemes; o The assassin (Nie yin niang), de Hou Hsiao-Hsien. Y no es que Dheepan sea, ni mucho menos, un mal ejercicio cinematográfico, sino que, simplemente y en mi opinión, carece de la relevancia, la brillantez o la originalidad que deberían poseer las obras que obtienen tan prestigioso galardón.


El prólogo de la cinta se ubica en Sri Lanka, en medio del conflicto civil que tuvo lugar entre 1983 y 2009, y que enfrentó al gobierno esrilanqués con el grupo militar separatista de los tigres tamiles, al que pertenece Dheepan, nuestro protagonista. Éste, tras incinerar a algunos de sus compañeros y quemar su uniforme, decide, hastiado, abandonar el país, contando para ello con tres pasaportes pertenecientes a una familia fallecida. Necesita de una mujer y de una niña que terminan siendo Yalini e Illayaal. No existe ningún tipo de parentesco entre ellos, pero en su viaje a Francia simularán formar una verdadera familia con el objetivo de lograr el asilo político para refugiados de guerra. A su llegada a París, y después de ejercer la venta ambulante, Dheepan consigue un trabajo como conserje en un conflictivo barrio del extrarradio parisino donde conviven bandas criminales enfrentadas por el control del negocio de la droga. La primera parte del filme (la más lograda) se corresponde con el proceso de integración de la nueva “familia” en la sociedad francesa. Con la aparición del personaje de un antiguo coronel de las milicias de Dheepan, que pretende obtener dinero en Europa para comprar armas y volver a poner en marcha una guerra que en realidad ya han perdido, se inicia la segunda parte del metraje, en la que la narración de Audiard, hasta entonces muy directa y sobria, de lectura sociológica, humana y realista, vira hacia lugares comunes donde un individuo atormentado por su pasado acaba por explosionar desencadenando acciones violentas. Nada nuevo. Ni siquiera en el cine del propio Audiard.


La moraleja sin moralina ni artificios de Dheepan, no por obvia resulta menos descorazonadora. Vivimos en un mundo en el que la violencia se ha universalizado más allá de culturas, razas y fronteras. Y quien la padece o la ha padecido, rara vez escapa a ella.


Las 10 mejores óperas primas* de la historia del cine.

"La principal marca del genio no es la perfección, sino la originalidad, la apertura de nuevas fronteras".
(Arthur Koestler)

1. El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice.



2. L´atalante (L´Atalante, 1934), de Jean Vigo.



3. Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles.



4. La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton.



5. Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l´échafaud, 1958), de Louis Malle.



6. Accattone (ídem, 1961), de Pier Paolo Pasolini.



7. Malas tierras (Badlands, 1973), de Terrence Malick.



8. Hiroshima mon amour (ídem, 1959), de Alain Resnais.



9. La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), de Andrei Tarkovsky.



10. Le silence de la mer (ídem, 1949), de Jean-Pierre Melville.


*Primer largometraje de ficción de un director en solitario.

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